miércoles, 25 de junio de 2008

Sobre un viejo dilema: Cultivar el suelo es servir a la Patria

Por Mario Rapoport

La Argentina es un país de memoria frágil sustituida, muchas veces, por el ingenio criollo que revela quienes fueron los beneficiarios de políticas económicas implementadas en el pasado. Tal por ejemplo la llamada “patria contratista”, que se refiere a los que hicieron negocios lucrativos por medio de contratos con el Estado. O la llamada “patria financiera”, que señala a quienes con el endeudamiento externo y la convertibilidad amasaron fortunas a través de maniobras especulativas. Pero el antecedente más importante, porque moldeó al país institucional y económicamente, es el de la Argentina “granero del mundo”, predominante desde las últimas décadas del siglo XIX hasta la llegada del peronismo, e influyente en etapas posteriores, y que algunos llegaron a denominar la “patria agropecuaria”. Para Jauretche la idea de “granero del mundo” era uno de los mitos o “zonceras” creados para señalar nuestro destino como granja. Algo que el mismo Carlos Pellegrini advertía en la discusión parlamentaria sobre la Ley de aduanas en 1875-1876: la Argentina no debía convertirse en “una granja de las naciones manufactureras” (léase, según las épocas Europa, Gran Bretaña, la ex Unión Soviética, China).

Aquel era un país -que desde este punto de vista no cambió demasiado- en donde predominaba la gran propiedad de la tierra en manos de pocas familias, estando una parte sustancial de ella destinada al sistema de arrendamiento a agricultores pequeños y medianos. El injusto trato de estos últimos por los primeros, pues el campo no era uno solo, se hizo patente en 1912, en el llamado “grito de Alcorta”, rebelión de los pequeños productores arrendatarios que dio lugar a la fundación de la Federación Agraria Argentina. En ese entonces los mercados de exportación casi exclusivos se encontraban en el viejo continente, el consumo y los precios internos dependían de los precios internacionales, los saldos exportables no estaban sujetos (o sólo lo estaban de forma muy reducida según los años) a impuesto alguno y cuatro o cinco grandes compañías cerealeras manejaban el negocio de los granos, así como un puñado de frigoríficos, en su mayor parte extranjeros, el de las carnes.

Mientras tanto, las clases gobernantes, vinculadas al sector agropecuario, hacían gala de una defensa a ultranza del libre comercio. Pero esta posición no significaba que los precios quedaban librados a la ley de la oferta y la demanda: cuando era necesario se producían fuertes presiones sobre el Estado para regularlos en su beneficio. Por ejemplo, en 1929 la Sociedad Rural Argentina (SRA) publicó un informe en el cual acusaba de ganancias excesivas a los grandes frigoríficos y sugería como única solución posible la intervención del Estado a través de la fijación de los precios de la carne. La situación se agravó luego de la crisis mundial de los años 30. La brutal caída de las exportaciones agrarias hizo que los gobiernos conservadores de la época crearan la Junta Reguladora de Granos y la Junta Nacional de Carnes, que compraban a los productores a precios mayores que los internacionales haciéndose cargo de las pérdidas. También, en 1933 se firmó con Inglaterra el Pacto Roca-Runciman, el cual beneficiaba a los grandes terratenientes en detrimento de los demás productores agropecuarios.

Esa experiencia histórica no impidió, sin embargo, que en 1987 un documento de la SRA señalase que el estancamiento argentino había comenzado en la década del ‘30, cuando se abandonó el modelo agroexportador y se impuso la intervención sistemática del Estado. El documento de referencia demostraba muy mala memoria, porque en aquella década el país era gobernado por sectores afines a la misma SRA. De todos modos, según el texto, la crisis argentina era una consecuencia del castigo que se había infligido a las exportaciones tradicionales como resultado de la “sustitución de exportaciones”. Resultaba necesario, por tanto, introducir un cambio estructural que incluyese la eliminación de trabas arancelarias a la exportación de productos agrícolas. La advertencia se dirigía entonces al gobierno de Raúl Alfonsín, que en 1988 iba a estar sometido a un lock out del agro por un desdoblamiento cambiario y el mismo presidente repudiado en la exposición anual de la Sociedad Rural. De igual modo, hubo sucesivos paros o lock out del sector ganadero en octubre y noviembre de 1975 y de todas las instituciones del agro, en febrero de 1976, durante la última etapa del gobierno de Isabel Perón.

Sin embargo, la SRA se había mostrado más cauta cuando, en distintas circunstancias, regímenes militares -incluso el de la “Revolución Libertadora”- impusieron retenciones que, según ella, perjudicaban al campo. Es el caso del plan Krieger Vasena, bajo la dictadura de Onganía, en 1967, que establecía una fuerte devaluación, con retenciones de un monto similar a los productos exportables. En ese momento la SRA sostenía, en su memoria anual de 1968, la necesidad de eliminar esas retenciones pero señalaba, al mismo tiempo, que sus discrepancias eran hechas “en un tono mesurado, ejerciendo el legítimo derecho de peticionar a las autoridades” de ninguna manera pretendiendo efectuar “presiones”. Asimismo, en 1982, durante la última dictadura militar, cuando Roberto Alemann, antes aún de la Guerra de Malvinas, estableció también retenciones a las exportaciones, y volvió a aumentarlas una vez estallado el conflicto, hubo una aceptación condicionada. La memoria de la SRA de ese año decía que las retenciones “no entran dentro de nuestra filosofía, pero en el momento difícil que vive el país, las aceptamos aunque no compartamos la idea de su conveniencia”.

En otros casos, sin retenciones pero con un peso sobrevaluado, cuando con Martínez de Hoz o con Cavallo se perjudicó notoriamente al campo, sus principales referentes se alinearon tras las conducciones económicas. Recién con la crisis encima, en el año 2000, la SRA pedía la ayuda del gobierno señalando, frente a una política de convertibilidad que había causado ya la ruina de muchos productores: “seguimos siendo el pato de la boda (...) nos hemos convertido en los damnificados de desmantelamiento del aparato productivo caracterizado por la falta de rentabilidad de las empresas agropecuarias”.

Un lema de la SRA es “cultivar el suelo es servir a la patria”, pero la patria no son intereses corporativos, nacionales o extranjeros, sino todo aquello que pueda identificarse con lo que aspira la mayoría de la población. En momentos en que asistimos a un fuerte proceso de recuperación económica y en el que uno de los principales beneficiarios es el agro, el problema crucial pasa por la distribución de los ingresos y la transformación del país de un modelo productivo para unos pocos en un modelo productivo para todos. Además, en un modelo lo suficientemente diversificado y avanzado tecnológicamente como para hacer frente a los avatares de la coyuntura internacional, que hoy nos favorece pero mañana puede darnos la espalda. Ninguna de las naciones líderes en la economía mundial es primordialmente exportadora de materias primas. El espejismo del “granero del mundo” se terminó con la crisis de los años ‘30. Ahora, en épocas de bonanza para el campo, los ingresos extraordinarios que provienen de cultivar el suelo deben contribuir a cambiar el destino de la Argentina. Y, en este sentido, el gobierno tiene una tarea pendiente, remediando los problemas de los pequeños productores -porque pese a las apariencias el campo no es uno solo-, lo que ya es una forma de distribuir ingresos, y exponiendo claramente el destino de los recursos y sus programas de largo plazo para que el crecimiento económico actual sea verdaderamente sostenido en el tiempo y equitativo.
La nota fue publicada en el Diario Buenos Aires Económico el 1 de abril de 2008

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